Los pueblos indígenas de Brasil se enfrentan a la pandemia con miedo y reglas propias

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La profesora Nedilsa Pereira estaba en su casa —una de las pocas que tiene wifi en una aldea indígena del Estado brasileño de Amazonas— viendo uno de los boletines informativos, cuando informaron de que Brasil había confirmado el primer caso de coronavirus en una mujer indígena en su ciudad, Santo Antônio do Içá. Se quedó atónita. Era martes (31 de marzo), y los aproximadamente 5.000 indígenas ticuna que viven en la aldea Vila Betânia, cerca de la frontera con Colombia, ya estaban en alerta porque, la semana anterior, un médico que trabaja con los pueblos indígenas de la región se había contagiado. Tenía síntomas y dejó de trabajar, aunque el día anterior había visitado a más de una docena de pacientes.

La confirmación de estos dos casos provocaron una fuerte alarma entre los pueblos indígenas brasileños donde el miedo a contraer enfermedades del hombre blanco atraviesa muchas generaciones. Este viernes se ha confirmado la muerte de un indígena yanomami de 15 años, el tercer fallecimiento en esta comunidad. Históricamente, los pueblos han visto como su población se diezmaba por el contacto con enfermedades para las cuales no tenían anticuerpos. La última experiencia así ocurrió con la cólera, en los años 1990, y todavía sigue viva en la memoria de estas comunidades que ahora se enfrentan al coronavirus con un sistema de salud propio —respetuoso de su cultura y tratamientos tradicionales—, pero que tiene una estructura mucho más débil que el sistema único de salud, del que dependen los demás brasileños. El país latinoamericano tiene un total de 34 unidades de salud para responder a las enfermedades más leves de los 800.000 indígenas que viven en las aldeas. Cuando necesitan del servicio hospitalario, necesitan ser trasladados, muchas veces en aviones o barcos.

Oficialmente, hasta este miércoles (8), habían seis indígenas infectados por el nuevo coronavirus en todo Brasil y al menos 21 casos sospechosos. El propio ministro de Sanidad, Luiz Henrique Mandetta, ha estado advirtiendo sobre el riesgo que corren estos pueblos, aún más vulnerables al nuevo coronavirus ante la falta de acceso a condiciones sanitarias básicas y las carencias del sistema sanitario indígena. El pasado viernes, el ministro recomendó que se endurecieran las restricciones en las aldeas y pidió que incluso las instituciones indígenas bien intencionadas se abstuvieran de visitarlas durante la pandemia para reducir el riesgo de contagio. Este miércoles, dijo que se plantea construir un hospital de campaña exclusivo para cuidar de los indígenas infectados por la Covid-19.

Sin embargo, antes mismo que el ministro diera sus recomendaciones oficiales, comunidades como la de Nedilsa ya habían empezado a crear sus propias propias reglas sanitarias para protegerse. “Estamos asustados y hacemos lo imposible para que la aldea se quede en casa”, dice Nedilsa. Cuenta que el aislamiento social comenzó en Vila Betânia el 23 de marzo, cuando caciques, líderes indígenas y maestros de la comunidad se reunieron y decidieron entrar en cuarentena por su cuenta. Prohibieron la entrada de visitantes y comerciantes de fuera y el único puerto por el que se entra a la aldea está constantemente vigilado. Los indígenas pueden plantar y pescar, como siempre han hecho, pero la actividad tradicional de vender pescado y productos agrícolas en la ciudad se ha suspendido. Como mucho, 20 personas al día pueden cruzar el río e ir a la ciudad a comprar alimentos, siempre siguiendo las precauciones de higiene.

“Hicimos público por megafonía que nadie podía salir a la calle, que esta enfermedad es mucho más peligrosa para nosotros”, dice Nedilsa. La aldea Vila Betânia está asistida por profesionales sanitarios que viven en la propia comunidad. Los residentes escuchan sus orientaciones y agregan las suyas propias, como encender todas las noches en la aldea un incensario con un remedio casero para combatir el virus. También han creado un ungüento que se untan por el cuerpo antes de salir de casa, si necesitan realizar alguna actividad esencial. Y, a falta de mascarillas de tela, las hacen de cáscara de coco para crear barreras físicas. “Tenemos nuestras tradiciones y nuestra forma de ver estas enfermedades. Hace años surgieron otras enfermedades como esta, nuestros antepasados nos lo contaron. Cuando aparece una enfermedad para la que no hay remedio, en nuestra aldea los ancianos encuentran un remedio para prevenirla. Estamos haciendo lo mismo ahora, con este incensario”, explica Nedilsa.La nueva rutina de la aldea

Incluso teniendo un recuerdo vívido de la devastación que pueden causar las enfermedades blancas, Nedilsa dice que los ticunas de Vila Betânia están experimentando algo que nunca habían vivido: el distanciamiento social. La calle más concurrida de la ciudad, por la que transitan un gran número de familiares, ahora está vacía. Los partidos de fútbol en la comunidad, una pasión de los más jóvenes, ya no se juegan. Todo parece haberse detenido. “Por la noche, la comunidad está muy extraña, todo está desierto, no hay nadie”, cuenta. En casa de Nedilsa, donde funcionaba la sucursal bancaria y el cibercafé de la comunidad, el movimiento también tuvo que detenerse. “Mi casa siempre estaba abarrotada, llena de gente que quería entrar en internet. Tuvimos que explicárselo a los clientes, hasta que lo entendieron. No fue fácil”, afirma.

El impacto también se siente por la ausencia de comerciantes y visitantes de las aldeas vecinas o de la ciudad, que venían a raudales a hacer negocios. Este tránsito ahora está prohibido. La comunidad, como muchas en Brasil, ya está empezando a sentir los impactos de la parálisis de la actividad económica. Algunos grupos étnicos se están organizando para recibir donaciones del Gobierno, que prepara la distribución de cestas de alimentos básicos para garantizar la seguridad alimentaria de los pueblos tradicionales

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