En Tenderloin, San Francisco, la crisis del fentanilo se ve: carpas, consumo en la vía pública y autoridades presionadas para frenar una “plaga” que altera la vida. La escena de la ciudad se volvió símbolo de una emergencia que combina adicción, pobreza y un mercado ilícito capaz de provocar muertes con dosis mínimas.
Parte de su letalidad está en la escala. Mientras la morfina se dosifica en miligramos, el fentanilo puede medirse en microgramos. En un reportaje de la UNAM, el neurocientífico Óscar Prospero advierte que una porción ínfima —comparada con fracciones de un grano de arroz— puede ser suficiente para matar a una persona. La misma fuente señala que, en Estados Unidos, desde 2016 se registran entre 50.000 y 80.000 muertes anuales por sobredosis asociadas a esta sustancia.
La neurociencia ayuda a explicar por qué el daño escala tan rápido. El fentanilo activa con gran intensidad el circuito de recompensa del cerebro y puede generar euforia al inicio. Con el consumo repetido aparecen tolerancia y dependencia, y se afectan áreas ligadas al estrés, el control de impulsos y la toma de decisiones. Además, por su efecto depresor del sistema nervioso central, compromete funciones vitales como la respiración y puede causar hipoxia (falta de oxígeno en el cerebro), un mecanismo que puede matar.
A diferencia de otras olas de opioides, el fentanilo también opera como “droga oculta”. Se mezcla con heroína, cocaína, metanfetaminas o MDMA y se prensa en pastillas que imitan medicamentos legales. El riesgo crece porque muchas personas no saben que lo están consumiendo. La UNAM describe esta adulteración como un peligro creciente y subraya que, aun en dosis mínimas, puede provocar paro cardiorrespiratorio fatal.
La dimensión política se expandió al ritmo de las muertes. Un análisis de France 24, replicado por Proceso, sostiene que alrededor de 70.000 personas mueren, en Estados Unidos, a nivel nacional, por sobredosis de fentanilo, y explica por qué el tema se convirtió en argumento de presión diplomática y comercial. En ese enfoque, la discusión pública conecta la crisis con el control de precursores químicos, el tráfico transnacional y el negocio de una sustancia barata y extremadamente potente.
En el terreno local, algunas ciudades ensayan giros. San Francisco anunció en 2025 un cambio para que programas financiados por la ciudad no distribuyan insumos para fumar fentanilo sin ofrecer asesoramiento y conexiones con tratamiento y servicios. La medida, según el gobierno local, forma parte de una estrategia para “romper el ciclo”, sacar a personas de la calle y acelerar el acceso a atención médica, combinando intervención sanitaria con mayor cumplimiento de la ley.
El impacto del fentanilo, además, no se limita al consumo recreativo. La Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes documentó un episodio de fentanilo contaminado en hospitales argentinos: pacientes internados por otras causas recibieron ampollas adulteradas con bacterias, y más del 60% de los afectados murió. El caso expone que la crisis también depende de controles sanitarios, trazabilidad y supervisión de la cadena farmacéutica.
En el balance, gobiernos y agencias sostienen que endurecer controles, incautaciones y persecución del tráfico es indispensable para reducir muertes. Especialistas recuerdan, sin embargo, que la represión por sí sola no resuelve una adicción: hacen falta prevención, reducción de daños y tratamiento sostenido. La crisis del fentanilo es, al mismo tiempo, un asunto de seguridad, una epidemia de salud pública y una tragedia social que ya se mide en vidas.

