JAIME BAYLY: TORTUGA OBESA

1042

Corría una brisa fresca en Miami. Apurado, terminé de empacar y subí a la camioneta. Llevaba una maleta llena de regalos para mi madre y sus incontables empleadas domésticas. Llegando al aeropuerto, advertí la presencia de un hombre uniformado, al que hice señas de inmediato.

–Maletero, ¿me ayuda por favor? -le dije.

–Se ha confundido, señor -respondió-. No soy maletero.

–¿Y entonces por qué lleva uniforme y está parado acá? -pregunté, sorprendido.

–Porque soy piloto y me dieron ganas de fumar un cigarrillo -contestó, con cierta brusquedad.

–Mil disculpas -dije, abochornado.

Comprendí que a esa hora ya no había maleteros y cargué yo mismo las valijas. Cuando llegué al mostrador de la aerolínea, saqué con orgullo mi tarjeta platino.

Así da gusto viajar, pensé.

Media hora más tarde, seguía en la fila de platino, curiosamente más larga que la de clase económica. Por alguna razón, muchos pasajeros tenían la tarjeta platino o simulaban tenerla o habían falsificado una tarjeta espuria. Por fin llegó mi turno. Me acerqué con una sonrisa, entregué mi pasaporte y dije el código de reserva, pues el boleto estaba pagado (por mi madre, claro) y sólo debía recoger el pase de abordar.

–Lo siento, señor Jaime Baylys, pero se nos ha caído el sistema -me informó una mujer.

Me replegué en un mohín de tristeza, sin entender de qué sistema me hablaba y cómo y dónde se había caído, y si acaso podía ayudarla a levantarlo.

Veinte minutos más tarde, cuando el sistema se recuperó, la impresora se atascó. La mujer llamó a su supervisor, quien al parecer había ingerido una sobredosis de calmantes, pues se movía con una lentitud extraña, sospechosa, como si estuviera dopado o fuese un idiota. Tras otra larga espera, pudieron reparar la impresora y entregarme el pase de abordar. Enseguida pasé los odiosos controles de seguridad, compré periódicos y revistas y caminé como una tortuga obesa hasta la puerta de embarque.

–El vuelo está demorado tres horas -me informó una señorita correctamente uniformada y, al ver los rostros abatidos, descorazonados, de los pasajeros, comprendí que no exageraba.

Le pregunté a qué razón debíamos atribuir la tardanza.

–Mantenimiento -fue su críptica respuesta.

Sonreí aliviado al recordar que podía esperar en el salón vip, al que me dirigí presuroso.

–No puede entrar, señor Jaime Baylys -me dijo, en la puerta del salón, un joven uniformado-. Usted no es socio vip.

–Pero viajo en clase ejecutiva -me defendí.

–Sí, pero a Lima -me espetó.

–¿Y no tengo derecho de usar el salón por viajar en ejecutiva? -insistí, majadero.

–No, si viaja a Lima -respondió-. No se considera una ciudad vip.

No encontré valor para quejarme o protestar. En cierto modo, yo mismo había contribuido a difundir en mis libros la idea insidiosa de que Lima podía ser una ciudad atroz. Horas después, al subir al avión, ya exhausto, me encontré cara a cara con el hombre uniformado al que había confundido con un maletero al llegar al aeropuerto.

–Nuevamente, mi amigo -le dije, en tono condescendiente-. ¿Qué hace usted por acá?

–Soy el capitán del avión -me dijo.

Avergonzado, balbuceé algo idiota y me escondí en el baño.

Apenas despegamos, pedí una cena ligera. Lamentablemente, no pude gozar de ella porque el pasajero a mi lado, al parecer víctima de severos trastornos estomacales, se permitió una inmoderada descarga de ventosidades y flatulencias de rancio poder explosivo. Tras la cena, el maloliente vecino pidió café. La azafata no tardó en volver con una bandeja. Al inclinarse para servir el café a mi hediondo compañero de viaje, tropezó y derramó el café hirviendo, quemando la zona más sensible de mi ya añosa entrepierna.

–¡Ay, Dios, mis güevos! -grité, perdiendo la compostura, pues no resultó leve ni desdeñable el dolor.

Las azafatas se prodigaron en mimos y atenciones y mi vecino se deshizo en disculpas y de paso en más flatulencias.

Para olvidar el mal rato, traté de ver una película, pero un joven tripulante sacudió mi brazo, me saludó con extraña familiaridad y, con desusada elocuencia, empezó a contarme su vida. Sus conflictos, desgarros y tribulaciones podían resumirse de este modo: no le gustaba ser aeromozo, quería ser cantante famoso. No me atreví a pedirle que se callara, aguanté estoicamente aquel obtuso soliloquio y me perdí la película.

–Ojalá tengas éxito como cantante -le dije, en realidad pensando: ojalá te quedes mudo.

Cuando amanecía, bajé del avión intoxicado por los gases perniciosos de mi vecino y con los testículos chamuscados, pero en cierto modo contento de volver a mi ciudad para pasar unos días con mi madre. Hora y media más tarde, seguía esperando las maletas.

–Mala suerte, Jaimito Baylys -me dijo, con espíritu deportivo, un amable cargador, tras amonestarme cordialmente por haber anunciado que votaría por la señora Keiko Fujimori-. Ya salieron todas. Otro día llegan las tuyas.