El final de Colbert y Kimmel… Cuando el humor desaparece y nacen los propagandistas extremos

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La salida de Stephen Colbert y la suspensión de Jimmy Kimmel de sus respectivos late night shows han sido presentadas en redes sociales como un acto de censura política. La narrativa suena atractiva: el gobierno castigando a dos voces incómodas. Pero la realidad es menos épica y mucho más simple: fueron decisiones empresariales tomadas por las cadenas que los emplean, motivadas por el desgaste del formato, los bajos índices de audiencia y la incomodidad que generó ver a comediantes convertidos en propagandistas políticos.

Por Carlos Flores / MiamiNews24

En el caso de Colbert, CBS anunció el fin de The Late Show para 2026. No hubo persecución estatal ni maniobra en la sombra: hubo cuentas por pagar. El show se volvió insostenible por sus costos y por la caída sostenida de la audiencia, en especial del público joven, el único que aún interesa de verdad a los anunciantes. Los números son contundentes: el atractivo de Colbert se desinfló, y la cadena decidió cortar por lo sano antes de seguir hundiendo dinero en un barco que ya no flotaba.

Jimmy Kimmel corrió otra suerte, aunque con un trasfondo similar. Disney/ABC lo suspendió tras sus comentarios sobre la muerte de Charlie Kirk. No se trató de un castigo impuesto desde Washington, sino de una decisión corporativa motivada por el temor a sanciones regulatorias, la presión de los anunciantes y la incomodidad de las afiliadas. La empresa optó por minimizar riesgos: no quiso seguir sosteniendo un show que ya no garantizaba estabilidad ni rating. Fue un cálculo frío de negocio, no un golpe a la libertad de expresión.

Lo que ambos casos tienen en común es que los conductores dejaron de ser, ante todo, comediantes. En su lugar, eligieron el rol de comentaristas políticos, y lo hicieron con la insistencia de predicadores. El problema no es que un humorista hable de política —eso siempre ha existido—, sino que el chiste quedó relegado a un segundo plano. La ironía fue sustituida por la consigna, la sátira por el sermón. Y cuando la risa se convierte en mitin, la audiencia se va. El late night pierde su razón de ser y la televisión deja de justificar su inversión.

Culpar al gobierno puede sonar romántico, pero invisibiliza lo evidente: la verdadera censura en la industria del entretenimiento no la impone la Casa Blanca, la imponen los números. Los dueños de las cadenas saben que la televisión abierta vive sus últimos estertores, y que cada decisión debe justificarse ante los accionistas. En ese tablero, Colbert y Kimmel pasaron de ser activos valiosos a convertirse en pasivos que drenaban prestigio y capital. Nadie los calló por decreto; simplemente los dejaron de comprar como producto.

La moraleja es incómoda: cuando un comediante decide ser activista de tiempo completo, corre el riesgo de aburrir incluso a quienes comparten sus ideas. El púlpito no sustituye al escenario, y el sermón nunca vende más que la carcajada. Colbert y Kimmel no fueron víctimas de censura estatal: fueron víctimas de su propio desvío de oficio y de un mercado que ya no paga por ver propaganda en horario nocturno.

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