Por Carlos Flores
Hablar del sueño americano es hablar de una postal mentirosa: la casa con porche, el auto brillante, el césped que parece pintado con brocha fina. Pero si uno levanta la alfombra —como haría Tom Wolfe, con su pulso de cirujano y sarcasmo de predicador sureño— aparece la verdad incómoda, esa que nunca sale en las campañas políticas: Estados Unidos es una nación ensamblada por inmigrantes, no por iluminados.
Desde los irlandeses que llegaron huyendo de la hambruna hasta los latinos que hoy cruzan fronteras con la esperanza metida en los zapatos, este país no se levantó por generación espontánea. Se levantó porque millones de personas apostaron su vida a un territorio que, en el fondo, no les prometía nada… pero les permitía intentarlo todo.
En cada etapa crucial del crecimiento estadounidense, aparece el mismo patrón: las manos que construyen, las espaldas que cargan, los cerebros que inventan y los corazones que insisten, rara vez nacieron aquí. El ferrocarril transcontinental, ese cordón umbilical del progreso, lo levantaron inmigrantes chinos e irlandeses bajo condiciones casi feudales. La industria automotriz, orgullo nacional, fue impulsada por los hijos de europeos que llegaron sin hablar inglés. Silicon Valley, meca tecnológica, está nutrida por apellidos que ninguna maestra norteamericana sabía pronunciar la primera semana de clases.
Y en Miami, ese laboratorio viviente del futuro, la ecuación se vuelve evidente: la ciudad sería un esqueleto sin la migración latinoamericana. Desde el restaurante pequeño en Calle Ocho hasta el ingeniero que diseña software para gigantes globales, la historia se repite: llegaron del caos para crear orden, llegaron sin futuro para fabricarlo.
Hoy, mientras el discurso público oscila entre muros, vetos y discursos inflamados, la realidad sigue siendo tozuda: los inmigrantes sostienen sectores completos de la economía, pagan impuestos, fundan empresas, revitalizan barrios y mantienen vivo el motor cultural que evita que Estados Unidos envejezca y colapse sobre sí mismo.
Porque el sueño americano no es una idea romántica.
Es una maquinaria.
Una que funciona solo cuando millones de personas llegan con el hambre suficiente para ponerla en marcha.
El estadounidense promedio hereda la posibilidad; el inmigrante la conquista.
Por eso, cuando uno mira hacia atrás, se entiende la ironía histórica que tanto habría disfrutado Wolfe: Estados Unidos no es un país que recibió inmigrantes… es un país creado por ellos.
Si el sueño americano aún respira, es porque millones han trabajado para que ese sueño no sea una ilusión, sino una realidad palpable —una construcción tozuda, diaria, llena de sudor, fe y reinvención. Y eso, al final, es lo más americano de todo.

